domingo, 18 de marzo de 2012

Mono abeja.

“Lo sentimos, su llamada no puede completarse como se marcó…” Otra vez esa maldita grabación. No importa cuánto lo intente, el resultado es siempre el mismo. Pareciera que todo en la vida se me ha complicado absurdamente.

Todo comenzó hace cinco meses cuando Julieta llevó a casa al mono abeja; una criatura horrible, el mono más feo que había visto sobre la Tierra.  Se lo habían dado como obsequio en el trabajo, junto con pañales, biberón (con mamila sabor a miel, por supuesto) y un disco con 12 canciones especialmente hechas para dormirlo.

La primera vez que lo vi me encontraba apenas abriendo la puerta cuando escuché un chillido espantoso provenir del abanico de techo de la sala. Ni siquiera pude distinguir lo que era, pues ya lo veía caer en picada sobre mí y apenas atiné a dar un paso atrás y cerrar la puerta.

 ¿Por qué te quedas afuera, cariño? Quiero mostrarte algo.
— Eso que quieres mostrarme acaba de saltarme encima.
— No seas exagerado, seguro quería recibirte.

Cuando entré lo tenía en sus brazos. Tenía cara de mono capuchino, pero su cuerpo era gordo a rayas negras y amarillas.
Pronto me explicó cómo lo había conseguido y lo rápido que se había entusiasmado con la idea de tenerlo.

Yo traté de objetar de mil maneras, incluso usé como excusa mi alergia a las abejas, pero me dijo que no fuera ridículo, que no tenía nada que ver con las verdaderas abejas y que además pronto vería como me encariñaba con él; todo esto mientras lo llenaba de mimos y ruiditos retardados.
Nunca terminamos por agradarnos, pero poco a poco fui acostumbrándome a su presencia. La suya y la de miles de pelos amarillos y negros que ahora cubrían todos los muebles.

Como a la semana comencé a notar que el espejo del baño ya no reflejaba mis ojos, sólo de mis mejillas hacia abajo. Como Julieta es más bajita que yo (lo cual es decir mucho), supuse que quizá ella lo había bajado para verse bien.  Lo elevé un poco, y aunque cada día volvía a extraviar mis ojos, no le daba importancia y repetía la operación.

Días después, fue obvio que mi talle ya no era el mismo. Las camisetas eran casi ombligueras y los pantalones dejaban ver mis tobillos. Era claro, estaba más alto y, si no es muy sangrón de mi parte, hasta un poco mamado.
¿Que cual fue mi reacción?  Estaba emocionado. Toda mi vida me habían tratado de enano y ahora por fin estaba creciendo, todo en mi estaba creciendo.
No sé si esté de más decirlo, pero por el tiempo que pasábamos en la cama, se podría adivinar que Julieta también había notado los cambios.

La verdad es que estaba tan contento con todo eso que hasta empecé a tratar de llevarme bien con el animal. Intentaba hablarle o jugar con él y su respuesta, indudablemente, era un gruñido o, si bien me iba, simplemente me daba la espalda. Con lo que me importaba, yo me sentía de maravilla. Tanto que ni siquiera le presté atención al hecho de que todo estaba ocurriendo a mis casi 24 años.

Un día, a mis entonces orgullosos 1.87 metros de altura, me agaché un poco (cualquier otro día habría tenido que subirme a una caja) para sacar un litro de nieve del congelador. Bien, no sé si vayan a creerme esto, pero el mono se encontraba ahí dentro comiéndose mi nieve. Decidí que era algo que no debía permitir. Metí mi mano para agarrarlo o ya de perdido espantarlo y el muy infeliz me mordió el dedo índice.

Corrí rápido a lavarme las manos; un poco de desinfectante, una toalla y después una venda. No le di mucha importancia a la herida, pero cómo estaba odiando a ese chango espantoso.

Cuando regresó Julieta del supermercado tuve que darle un ultimátum: quiero fuera a ese animal para el final de la semana.
Hubo un poco de tensión en la mesa a la hora de cenar, pero llegando el momento de irse a la cama, todo pasó como había estado sucediendo de unas pocas semanas para acá. Nada de qué quejarse.

Al día siguiente desperté y sentí un peso extraño; mis pies sobresalían ridículamente del borde de la cama. Al ponerme de pie casi me golpeo la cabeza con el abanico de la habitación. Éste no era un crecimiento “normal” como el de los días anteriores, algo estaba pasando.
Mi preocupación llegó a su límite cuando noté mi mano, la que tenía el índice vendado, desmesuradamente grande.

Llamé al médico, le comenté mi situación y dijo que lo mejor sería que fuera inmediatamente. Para ese momento no tenía ninguna intención de contradecirlo.
Al llegar me hizo varios exámenes y salí del consultorio. Después de esperar como por dos horas nos llamó a Julieta, quien había hecho el favor de llevarme, y a mí.

Nos explicó que todo apuntaba a que lo que yo estaba sufriendo era un severo y muy raro caso de alergia. Al parecer todo éste tiempo estuve viviendo en la misma casa con un lejano, y enorme, pariente de las abejas. Rozándome con su cabello y aspirando sus partículas. Toda la reacción se había dado gradualmente pues el contacto nunca fue genuino (nunca me dejó tocarlo), pero el día en que me mordió, al entrar mi sangre en contacto con su saliva, todo se había salido de control.
Dijo que tenía una solución segura, de la cual no podría empezar a notar su efecto hasta dentro un mes, pero que si seguía con ella, ya no continuaría creciendo.

Hoy han pasado dos meses desde entonces y, es cierto, dejé de crecer al mes, al llegar a mis nada armónicos 3 metros. Mis manos, pies y cabeza no son proporcionales a mi cuerpo, de hecho son más grandes (especialmente la mano mordida), pero podría decirse que son males menores.
Las cosas en la casa han cambiado un poco. Como la recámara es muy chica, yo estoy durmiendo en la cochera. Tuvimos que vender el auto para solventar el gasto de las inyecciones, que son cada dos días para toda la vida. Julieta ya no pasa las noches conmigo, dice que la cochera es muy fría o muy calurosa, además de ser poco cómoda (y no tengo como discutírselo), así que ella sigue durmiendo en la recámara.

¿El mono? Como era un hecho que yo tendría que dormir en la cochera y además estaba tomando las inyecciones, Julieta creyó que no habría problema en conservarlo y así lo hizo. Yo creo que es una manera de desquitarse por tener que vender el carro.

No todo es tan malo en mi cochera. Tengo un televisor con sistema de cable, un abanico y hasta mi propio teléfono. Desde él puedo llamar cada que necesite algo. Justo ahora estaba pensando en una pizza; una pizza de pepperoni con mucho tocino. Si tan sólo pudiera presionar un maldito botón a la vez.

Va de nuevo, ésta vez con mucho cuidado…
“Lo sentimos, su llamada no puede completarse como se marcó…”